POEMAS 3

 

Isabel Allende

El Harén

Aunque parezca inimaginable, hubo un tiempo anterior a la televisión.
Nací en esa época.

Me crié jugando a las casitas con muñecas de trapo y leyendo todo lo que
caía en mis manos, especialmente folletines por entregas que mi abuelo
abominaba, pero de alguna manera entraban de contrabando a la casa.

Así leí novelas clásicas e innumerables historias románticas, la mayoría
situadas en épocas pasadas y sitios exóticos.

La única que dejó huella en mi memoria fue la tragedia de un noble inglés
a quien piratas turcos del Mediterráneo le robaron la novia.

El autor se debe haber inspirado en Aimée de Rivery, una muchacha
francesa, prima de Josefina Bonaparte, raptada por piratas levantinos en
alta mar y vendida como esclava en el harén del sultán Abdul Hamid I, a
fines del siglo XVIII.

Después de muchas aventuras, el héroe de mi folletín descubrió que su
amada había sido comprada para el serrallo del sultán y decidió
rescatarla con la complicidad de un comerciante judío, quien gozaba de
acceso al patio del palacio para ofrecer sus riquísimas telas, aunque
siempre estrechamente vigilado y separado de las mujeres por biombos y
cortinas.

El noble inglés se afeitó la barba y se vistió de odalisca -un capítulo
completo estaba dedicado a la descripción de babuchas recamadas de
perlas, cinturón de oro, pantalones de seda, chaleco de brocado, velos y
joyas- y contoneando las caderas como una sensual doncella y
cubriéndose pudorosamente la cara con un velo, logró engañar al gran
eunuco negro, máxima autoridad del harén.

Una vez dentro del gineceo -otro largo capítulo sobre las fastuosas
habitaciones, las mujeres, los baños y jardines- encontró a su novia justo a
tiempo para impedir que fuera conducida al lecho del depravado sultán y
ambos escaparon saltando murallas y burlando jenízaros, proeza que
habría sido imposible en la vida real, pero que me inició en el vicio sin
retorno de la exageración y la aventura.

¿Qué hombre no ha tenido la fantasía de poseer un harén?

¿Y qué mujer con dos dedos de frente no lo considera su peor pesadilla?

Digo esto desde la perspectiva de mi edad madura, porque a los
dieciocho años, cuando trabajaba copiando estadísticas forestales, solía
soñar con ser cuarta esposa de un árabe millonario que apreciara mi
trasero y me permitiera pasar la vida comiendo chocolates y leyendo
novelas.

El feminismo me salvó de las trampas de la imaginación.

Grandes pintores, como Ingres y Delacroix, idealizaron en sus telas la
belleza exótica y secreta de esas mujeres recluidas, como aves de lujo en
jaulas de oro, cuyo único destino era satisfacer los caprichos de un amo y
darle hijos varones.

A mediados del siglo pasado, cuando se abrieron rutas fáciles hacia el
Norte de África y Asia, muchos viajeros regresaron a Europa con cuentos
fabulosos que originaron una verdadera obsesión orientalista en la
literatura, las artes y la moda.

Tanto atrapó la imaginación varonil la idea del harén, que más de un
caballero con medios económicos intentó comprar esclavas circasianas y
llevarlas a Londres o París para iniciar su propia forma de poligamia.

El gineceo o harén (del árabe, "prohíbido" o "protegido") donde las
mujeres vivían aisladas física y espiritualmente a cargo de eunucos, ha
existido a lo largo de la historia en muchos sitios, especialmente en China,
India y países árabes, pero el mejor ejemplo fue el Gran Serrallo del sultán
de Turquía, que llegó a tener más de dos mil personas entre sus murallas.

Cuando las puertas selladas de aquel suntuoso palacio fueron finalmente
abiertas en 1909, a raíz de cambios políticos en ese país, el mundo se
enteró que allí habían vivido miles y miles de mujeres durante más de
cuatrocientos años.

De ellas no quedó registro. Nadie supo sus orígenes ni guardó memoria
de sus muertes, es como si jamás hubieran existido.

Alev Lytle Croutier, en su apasionante libro Harem, The World Behind the
Veil, explica que el harén es el resultado de varias tradiciones culturales y
religiosas.

Según judíos y cristianos, Dios creó al hombre a su propia imagen
espiritual; pero la mujer es carne y tentación, un animal dominado por la
sensualidad que sólo puede elevarse a través de un marido.

En el sistema patriarcal los hombres tienen la libertad sexual que niegan a
las mujeres.

El islam impuso la más estricta separación entre ambos sexos, convirtió a
la mujer en prisionera con el argumento de que no se puede confiar en
ella: es seductora y promiscua por naturaleza.

De este modo se culpa a ella de la lujuria que lo caracteriza a él.

El harén no se creó para proteger a las mujeres, como se ha dicho, sino
para preservar la moral de los hombres.

Un musulman puede tener cuatro esposas legítimas y número ilimitado de
concubinas, según sea su fortuna. La fabulosa riqueza y el poder del
sultán de Turquía se reflejaban en el Gran Serrallo.

En el harén reinaba la madre del sultán y luego seguían las esposas, las
favoritas y finalmente las odaliscas o sirvientas.

Las de alto rango tenían sus propios criados, eunucos y habitaciones
decoradas con los objetos más exquisitos, el resto vivía en dormitorios,
pero siempre en la mayor abundancia.

El lujo tal vez no compensaba el cautiverio, pero lo hacía más llevadero.

Algunas mujeres nacían en el palacio, pero en general provenían del
mercado de esclavos, muchas de ellas raptadas o vendidas en la infancia
por sus propios padres.
El mercado de esclavos era uno de los lugares que más

frecuentaba...

Uno entra a este edificio, situado en el barrio más oscu

ro, sucio y confuso de El Cairo, por una especie de ca-

llejón...

Al centro de este patio exponen a los esclavos para la

venta, en general en número de treinta a cuarenta, ca-

si todos jóvenes, algunos niños.

La escena es por naturaleza repugnante, sin embargo

no vi, como esperaba, el abatimiento y dolor que imagi

né observando a los amos quitar completamente la ro-

pa a una mujer -un pesado manto tejido- y exponerla

a la vista de los espectadores.

-William James Muller (1838).

Una vez comprada, la mujer desaparecía a los ojos del mundo, olvidaba
su familia y pasaba a formar parte del intrincado sistema de jerarquías,
favoritismos y conspiraciones del harén.

No volvía a salir, excepto en raras ocasiones y siempre cubierta de pies a
cabeza, incluso con guantes.

Su vida transcurría en el ocio y la ignorancia, entretenida con juegos
infantiles, títeres, adivinanzas, cuentos y paseos por los jardines, lejos de
miradas indiscretas.

Si era muy bella, astuta y con suerte, aprendía el arte de agradar a la
sultana madre, al gran eunuco y a su amo, engendraba un hijo varón y
subía de categoría.

Luego pasaba el resto de su corta existencia defendiéndose de los
intentos de asesinato y tratando de proteger a su hijo para que alcanzara
la edad adulta.

Cualquier falta conducía a una ejecución sin juicio:
el gran eunuco vigilaba personalmente el proceso de meterlas en un saco
y lanzarla al fondo del mar.

Una práctica similar -ilegal, pero admitida por la sociedad- existe todavía
en algunos países, donde un padre o marido puede matar a la mujer para
castigarla si deshonra a la familia.

La mayoría de las mujeres en el serrallo, sin embargo, perdía sus días sin
pena ni gloria en calidad de odalisca.

Se ha especulado mucho sobre estas beldades ocultas tras los velos -las
doncellas más hermosas del mercado de esclavos se destinaban al
sultán- pero poco se ha dicho de la corta duración de su belleza.

Pasaban buena parte del día sentadas de piernas cruzadas, comiendo
dulces y fumando opio y tabaco:
antes de los veinte años eran gordas, tenían las piernas torcidas y mala
dentadura, detalles que no figuran en las fantasías eróticas sobre el harén;
pero no se trata aquí de vilipendiar a esas desdichadas, sino de hablar de
afrodisíacos.

Fuera del célebre baño turco (haman), donde podía desbocarse la
sensualidad femenina, y de las intrigas, que ocupaban buena parte de las
vidas de esas mujeres, la comida era la actividad más importante en el
harén.

Así se inició la tradición culinaria que distingue a Turquía.

Cuenta Alev Lytle Croutier que para alimentar esa muchedumbre de
mujeres, niños y eunucos había veinte cocinas y ciento cincuenta
cocineros encargados de producir una cadena ininterrumpida de guisos
de carne y vegetales, que circulaban en bandejas de plata y bronce, café
turco, dulces y pastelillos de todas clases.

No se bebía alcohol, prohibido por el islam, pero se servían
continuamente líquidos refrescantes:
limonada, infusiones, agua con azúcar perfumada y "cevosa", una bebida
agridulce hecha de cebada.

La berenjena se consideraba el mejor afrodisíaco -al sultán se lo servían a
diario- y todavía hoy en Turquía las buenas esposas se vanaglorian de
dominar por lo menos cincuenta recetas de este vegetal.

Favoritos de todos eran los sorbetes, que se preparaban con aromas y
especias, flores, frutas y hielo traído a lomo de mula desde las cumbres de
las montañas, a setenta kilómetros de distancia.

A toda hora pasaban de mano en mano los platillos de dulces delicados
hechos con una pasta de azúcar, sémola, miel, agua de rosas y nueces
que hoy se conocen en todo el mundo con el nombre de Delicias Turcas.

Como no había mucho que hacer, cada comida se estiraba por horas
mediante una ceremoniosa etiqueta que las odaliscas aprendían desde la
infancia.

Se comía con los dedos, con elegancia y delicadeza, y después pasaban
los criados con garrafas de agua perfumada y toallas bordadas para
lavarse las manos.

Finalmente las mujeres descansaban reclinadas en divanes y cojines
fumando nargilés y cigarrillos, a los cuales eran muy adictas.

Los platos del sultán eran probados por un eunuco para evitar que lo
envenenaran y lo mismo exigían las más prudentes favoritas del harén.

Tambien en India y China hubo gineceos de gran lujo donde vivían las
mujeres prisioneras, en medio del lujo más exorbitante.

Los emperadores de la antigua China y los nobles que pudieran
costearlas, disponían de numerosas esposas, consortes y concubinas.

Hubo un emperador de la dinastía Tang que tuvo dos mil mujeres en su
harén y procreó cerca de quinientos hijos. Un trabajo de Hércules...

Cada noche, después de la cena, recibía el menú del harén y escogía una
o varias compañeras sin que valieran argumentos en contra -nada de
distraerse con sus ruiseñores o jugando mahjong- porque la prosperidad
de la nación se medía por el número de hijos que concebía: el deber
patriótico era ineludible.

Para garantizar su entusiasmo y buena disposición, contaba con un
equipo de médicos, acupunturistas y expertos en afrodisíacos encargados
de estimularlo con cuanto método existiera en esa tradición milenaria.

La comida era un componente esencial, no sólo los ingredientes, sino las
combinaciones que aumentaban la potencia viril.

Más de un cocinero fue decapitado sin preámbulos porque su sopa de
nidos de golondrina no surtió el efecto deseado en el emperador.

Una vez terminada la cena, ingeridas las yerbas de los médicos,
insertadas las agujas del acupunturista de turno y hojeados los "libros de
almohada", primorosos manuales en miniatura con explícitas ilustraciones
eróticas, aparecía ante el emperador la afortunada -suponemos- esposa o
concubina de esa noche.

Lo que seguía no era un encuentro privado, sino un asunto de máxima
importancia y seguridad para el Imperio, presenciado por varios testigos.

Un notario registraba las veladas amorosas, así podían calcular con
exactitud los días de la gestación de cada niño.

Si las fechas no coincidían con los nueve meses habituales en estos
casos, la cabeza de la madre acusada de adulterio iba a reunirse con la
del cocinero en el patíbulo.

De la misma manera se anotaba cada bocado del emperador en su orden
y cantidad.

Con tantas mujeres a su disposición, sólo podía atender a cada una, en el
mejor de los casos, una vez al año.

Las concubinas permanecían al margen de esta preocupación, pero como
eran mujeres jóvenes y ociosas no necesitaban alimentos afrodisíacos.

¿En qué otra cosa podían pensar?

Se consolaban unas a otras con recursos febriles y la prodigiosa inventiva
de los eunucos, capaces de los máximos desafueros y de darles más
placer del que el emperador, con todas sus yerbas milagrosas y sus
guisos de tortuga, podía ofrecerles.

La castración no abolía el deseo y, si bien no podían tener hijos, a los
eunucos se les atribuían extraordinarias dotes como amantes.

Se creía que después que una mujer probaba un eunuco, ningún hombre
completo podía satisfacerla.

Esta tradición no ha llegado hasta los hogares occidentales:
los eunucos son muy escasos en este lado del mundo.
Sin embargo, la sabiduría china de los afrodisíacos y la comida erótica no
se ha perdido.

 

 

 

El sexo, según Isabel Allende

Mi vida sexual comenzó temprano, más o menos a los cinco años, en el
kindergarten de las monjas ursulinas, en Santiago de Chile.
Supongo que hasta entonces había permanecido en el limbo de la
inocencia, pero no tengo recuerdos de aquella prístina edad anterior al
sexo.
Mi primera experiencia consistió en tragarme casualmente una
pequeña muñeca de plástico.

 

-Te crecerá adentro, te pondrás redonda y después te nacerá un bebé -
me explicó mi mejor amiga, que acababa de tener un
hermanito.

¡Un hijo! Era lo último que deseaba.
Siguieron días terribles, me dio fiebre, perdí el apetito, vomitaba. Mi amiga
confirmó que los síntomas, eran iguales a los de su mamá. Por fin una
monja me obligó a confesar la verdad.

-Estoy embarazada -admití hipando.

Me vi cogida de un brazo y llevada por el aire hasta la oficina de la
Madre Superiora.

 

Así comenzó mi horror por las muñecas y mi curiosidad por ese asunto
misterioso cuyo solo nombre era impronunciable: sexo.

Las niñas de mi generación carecíamos de instinto sexual, eso lo
inventaron Master y Johnson mucho después. Sólo los varones padecían
de ese mal que podía conducirlos al infierno y que hacía de ellos unos
faunos en potencia durante todas sus vidas.

 

Cuando una hacía alguna pregunta escabrosa, había dos tipos de
respuesta, según la madre que nos tocara en suerte. La explicación
tradicional era la cigüeña que venía de París y la moderna era sobre flores
y abejas. Mi madre era moderna, pero la relación entre el polen y la
muñeca en mi barriga me resultaba poco clara.

A los siete años me prepararon para la Primera Comunión.

 

Antes de recibir la hostia había que confesarse. Me llevaron a la iglesia,
me arrodillé detrás de una cortina de felpa negra y traté de
recordar mi lista de pecados, pero se me olvidaron todos.

 

En medio de la oscuridad y el olor a incienso escuché una voz con acento
de Galicia.
-¿Te has tocado el cuerpo con las manos?
-Sí, padre.
-¿A menudo, hija?
-Todos los días...
-¡Todos los días!¡Esa es una ofensa gravísima a los ojos de Dios, la
pureza es la mayor virtud de una niña, debes prometer que no lo harás
más!
Prometí, claro, aunque no imaginaba cómo podría lavarme la cara o
cepillarme los dientes sin tocarme el cuerpo con las manos. (Este
traumático episodio me sirvió para "Eva Luna", treinta y tantos años más
tarde. Una nunca sabe para qué se está entrenando).

Nací al sur del mundo, durante la Segunda Guerra Mundial en el seno de
una familia emancipada e intelectual en algunos aspectos

y casi paleolítica en otros.

 

Me crié en el hogar de mis abuelos, una casa estrafalaria donde
deambulaban los fantasmas invocados por mi abuela con su mesa de tres
patas.

 

Vivían allí dos tíos solteros, un poco excéntricos, como casi todos los
miembros de mi familia. Uno de ellos había viajado a la India y le quedó el
gusto por los asuntos de los fakires, andaba apenas cubierto por un
taparrabos recitando los 999 nombres de Dios en sánscrito.

 

El otro era un personaje adorable, peinado como Carlos Gardel y
amante apasionado de la lectura. (Ambos sirvieron de modelos -algo
exagerados, lo admito-para Jaime y Nicolás en "La casa de los espíritus").

La casa estaba llena de libros, se amontonaban por todas partes, crecían
como una flora indomable, se reproducían ante nuestros ojos.
Nadie censuraba o guiaba mis lecturas y así leí al Marqués de Sade,
pero creo que era un texto muy avanzado para mi edad el autor daba por
sabidas cosas que yo ignoraba por completo, me faltaban referencias
elementales.

 

El único hombre que había visto desnudo era mi tío, el fakir, sentado en el
patio contemplando la luna y me sentí algo defraudada por ese pequeño
apéndice que cabía holgadamente en mi estuche de lápices de colores.
¿Tanto alboroto por eso?

A los once años yo vivía en Bolivia. Mi madre se había casado con un
diplomático, hombre de ideas avanzadas, que me puso en un colegio
mixto. Tardé meses en acostumbrarme a convivir con varones, andaba
siempre con las orejas rojas y me enamoraba todos los días de uno
diferente.
Los muchachos eran unos salvajes cuyas actividades se limitaban al
fútbol y las peleas del recreo, pero mis compañeras estaban en la edad
de medirse el contorno del busto y anotar en una libreta los besos que
recibían. Había que especificar detalles: quién, dónde, cómo. Había
algunas afortunadas que podían escribir:" Felipe, en el baño, con lengua."
Yo fingía que esas cosas no me interesaban, me vestía de hombre y me
trepaba a los árboles para disimular que era casi enana y menos sexy
que un pollo.

 

En la clase de biología nos enseñaban algo de anatomía y el proceso de
fabricación de los bebés, pero era muy difícil imaginarlo.
Lo más atrevido que llegamos a ver en una ilustración fue una madre
amamantando a un recién nacido.

 

De lo demás no sabíamos nada y nunca nos mencionaron el placer, así es
que el meollo del asunto se nos escapaba ¿por qué los adultos hacían
esa cochinada?

 

La erección era un secreto bien guardado por los muchachos, tal como la
menstruación lo era por las niñas. La literatura me parecía evasiva y yo no
iba al cine, pero dudo que allí se pudiera ver algo erótico en esa época.

Las relaciones con los muchachos consistían en empujones, manotazos y
recados de las amigas: dice el Keenan que quiere

darte un beso, dile que sí pero con los ojos cerrados, dice que ahora ya no
tiene ganas, dile que es un estúpido, dice que más estúpida eres tú y así
nos pasábamos todo el año escolar.

 

La máxima intimidad consistía en masticar por turnos el mismo chicle.
Una vez pude luchar cuerpo a cuerpo con el famoso Keenan, un pelirrojo a
quien todas las niñas amábamos en secreto.

 

Me sacó sangre de narices, pero esa mole pecosa y jadeante
aplastándome contra las piedras del patio, es uno de los recuerdos más
excitantes de mi vida.

 

En otra ocasión me invitó a bailar en una fiesta. A La Paz no había llegado
el impacto del rock que empezaba a sacudir al mundo, todavía nos
arrullaban Nat King Cole y Bing Crosby (¡Oh, Dios! ¿Era eso la
prehistoria?).

 

Se bailaba abrazados, a veces chic-to-chic, pero yo era tan diminuta que
mi mejilla apenas alcanzaba la hebilla del cinturón de cualquier joven
normal.

 

Keenan me apretó un poco y sentí algo duro a la altura del bolsillo de su
pantalón y de mis costillas. Le di unos qolpecitos con las puntas de los
dedos y le pedí que se quitara las llaves, porque me hacían daño. Salió
corriendo y no regresó a la fiesta. Ahora, que conozco más de la
naturaleza humana, la única explicación que se me ocurre para su
comportamiento es que tal vez no eran las llaves.

 

En 1956 mi familia se había trasladado al Líbano y yo había vuelto a un
colegio de señoritas, esta vez a una escuela inglesa cuáquera, donde el
sexo simplemente no existía, había sido suprimido del universo por la
flema británica y el celo de los predicadores. Beirut era la perla del Medio
Oriente.

En esa ciudad se depositaban las fortunas de los jeques, había
sucursales de las tiendas de los más famosos modistos y joyeros de
Europa, los Cadillacs con ribetes de oro puro circulaban en las calles junto
a camellos y mulas.

Muchas mujeres ya no usaban velo y algunas estudiantes se ponían
pantalones, pero todavía existía esa firme línea fronteriza que durante
milenios separó a los sexos.

La sensualidad impregnaba el aire, flotaba como el olor a manteca de
cordero, el calor del mediodía y el canto del muecín convocando a la
oración desde el alminar. El deseo, la lujuria, lo prohibido...

Las niñas no salían solas y los niños también debían cuidarse. Mi
padrastro les entregó largos alfileres de sombrero a mis hermanos, para
que se defendieran de los pellizcos en la calle.

En el recreo del colegio pasaban de mano en mano foto-novelas editadas
en la India con traducción al francés, una versión muy manoseada de "El
amante de Lady Chaterley" y pocket-books sobre orgías de Calígula.

Mi padrastro tenía "Las "Mil y Una Noches" bajo llave en su armario, pero
yo descubrí la manera de abrir el mueble y leer a escondidas trozos de
esos magníficos libros de cuero rojo con letras de oro.

Me zambullí en el mundo sin retorno de la fantasía, guiada por huríes de
piel de leche, genios que habitaban en las botellas y príncipes dotados de
un inagotable entusiasmo para hacer el amor.

Todo lo que había a mi alrededor invitaba a la sensualidad y mis
hormonas estaban a punto de explotar como granadas, pero en Beirut
vivía prácticamente encerrada.

Las niñas decentes no hablaban siquiera con muchachos, a pesar de lo
cual tuve un amigo, hijo de un mercader de alfombras, que me visitaba
para tomar Coca-Cola en la terraza.

Era tan rico, que tenía motoneta con chófer. Entre la vigilancia de mi madre
y la de su chófer, nunca tuvimos ocasión de estar solos.

Yo era plana. Ahora no tiene importancia, pero en los cincuenta eso era
una tragedia, los senos eran considerados la esencia de la feminidad. La
moda se encargaba de resaltarlos: sweater ceñido, cinturón ancho de
elástico, faldas infladas con vuelos almidonados.

 

Una mujer pechugona tenía el futuro asegurado. Los modelos eran Jane
Mansfield, Gina Lollobrigida, Sofia Loren. Qué podía hacer una chica sin
pechos? Ponerse rellenos.

Eran dos medias esferas de goma que a la menor presión se hundían sin
que una lo percibiera. Se volvían súbitamente cóncavos, hasta que de
pronto se escuchaba un terrible plop-plop y las gomas volvían a su
posición original, paralizando al pretendiente que estuviera cerca y
sumiendo a la usuaria en atroz humillación.

También se desplazaban y podía quedar una sobre el esternón y la otra
bajo el brazo, o ambas flotando en la alberca detrás de la nadadora.

En 1958 el Líbano estaba amenazado por la guerra civil.

Después de la crisis del Canal de Suez se agudizaron las rivalidades
entre los sectores musulmanes, inspirados en la política panarábiga de
Gamal Abder Nasser, y el gobierno cristiano.

El Presidente Camile Chamoun pidió ayuda a Eisenhower y en julio
desembarcó la VI Flota norteamericana.

De los portaaviones desembarcaron cientos de marines bien nutridos y
ávidos de sexo. Los padres redoblaron la vigilancia de sus hijas, pero era
imposible evitar que los jóvenes se encontraran.

Me escapé del colegio para ir a bailar con los yanquis. Experimenté la
borrachera del pecado y del rockn'roll. Por primera vez mi escaso tamaño
resultaba ventajoso, porque con una sola mano los fornidos marines
podían lanzarme por el aire, darme dos vueltas sobre sus cabezas
rapadas y arrastrarme por el suelo al ritmo de la guitarra frenética de Elvis
Presley.

Entre dos volteretas recibí el primer beso de mi carrera y su sabor a
cerveza y a Ketchup me duró dos años.

Los disturbios en el Líbano obligaron a mi padrastro a enviar a los niños
de regreso a Chile. Otra vez viví en la casa de mi abuelo.

A los quince años, cuando planeaba meterme a monja para disimular que
me quedaría solterona, un joven me distinguió por allí abajo, sobre el
dibujo de la alfombra, y me sonrió.

Creo que le divertía mi aspecto. Me colgué de su cintura y no lo solté hasta
cinco años después, cuando por fin aceptó casarse conmigo.
La píldora anticonceptiva ya se había inventado, pero en Chile todavía se
hablaba de ella en susurros.

Se suponía que el sexo era para los hombres y el romance para las
mujeres, ellos debían seducirnos para que les diéramos la prueba de
amor" y nosotras debíamos resistir para llegar "puras" al matrimonio,
aunque dudo que muchas lo lograran.

No sé exactamente cómo tuve dos hijos. Y entonces sucedió lo que todos
esperábamos desde hacía varios años. La ola de liberación de los
sesenta recorrió América del Sur y llegó hasta ese rincón al final del
continente donde yo vivía.

Arte pop, mini-falda, droga, sexo, bikini y los Beattles. Todas imitábamos a
Brigitte Bardot, despeinada, con los labioshinchados y una blusita
miserable a punto de reventar bajo la presión de su feminidad.

De pronto un revés inesperado: se acabaron las exuberantes divas
francesas o italianas, la moda impuso a la modelo inglesa Twiggy, una
especie de hermafrodita famélico. Para entonces a mí me habían salido
pechugas, así es que de nuevo me encontré al lado opuesto del
estereotipo.

Se hablaba de orgías, intercambio de parejas, pornografía. Sólo se
hablaba, yo nunca las vi. Los homosexuales salieron de la oscuridad, sin
embargo yo cumplí 28 años sin imaginar cómo lo hacen.

Surgieron los movimientos feministas y tres o cuatro mujeres nos sacamos
el sostén, lo ensartamos en un palo de escoba y salimos
a desfilar, pero como nadie nos siguió, regresamos abochornadas a
nuestras casas.

Florecieron los hippies y durante varios años anduve vestida con harapos
y abalorios de la India. Intenté fumar mariguana pero después de aspirar
seis cigarros sin volar ni un poco, comprendí que era un esfuerzo inútil.

 

Paz y amor. Sobre todo amor libre, aunque para mí llegaba tarde, porque
estaba irremisiblemente casada.

Mi primer reportaje en la revista donde trabajaba fue un escándalo.
Durante una cena en casa de un renombrado político, alguien me felicitó
por un artículo de humor que había publicado y preguntó si no pensaba
escribir algo en serio. Respondí lo primero que me vino a la mente: sí, me
gustaría entrevistar a una mujer infiel.

Hubo un silencio gélido en la mesa y luego la conversación derivó hacia
la comida. Pero a la hora del café la dueña de casa -treinta y ocho años,
delgada, ejecutiva en una oficina gubernamental, traje Chanel- me llevó
aparte y me dijo que sí le juraba guardar el secreto de su identidad, ella
aceptaba ser entrevistada.

Al día siguiente me presenté en su oficina con una grabadora. Me contó
que era infiel porque disponía de tiempo libre después de almuerzo,
porque el sexo era bueno para el ánimo, la salud y la propia estima y
porque los hombres no estaban tan mal, después de todo.

Es decir, por las mismas razones de tantos maridos infieles, posiblemente
el suyo entre ellos. No estaba enamorada, no sufría ninguna culpa,
mantenía una discreta garçonière que compartía con dos amigas tan
liberadas cómo ella.

Mi conclusión, después de un simple cálculo matemático, fue que las
mujeres son tan infieles como los hombres, porque sino ¿con quién lo
hacen ellos? No puede ser solo entre ellos o todos siempre con el mismo
puñado de voluntarias.

Nadie perdonó el reportaje, como tal vez lo hubieran hecho si la
entrevistada tuviera un marido en silla de ruedas y un amante
desesperado.

El placer sin culpa ni excusas resultaba inaceptable en una mujer. A la
revista llegaron cientos de cartas insultándonos.

Aterrada, la directora me ordenó escribir un artículo sobre "la mujer fiel".
Todavía estoy buscando una que lo sea por buenas razones.

Eran tiempos de desconcierto y confusión para las mujeres de mi edad.
Leíamos el Informe Kinsey, el Kamasutra y los libros de las feministas
norteamericanas, pero no lográbamos sacudirnos la moralina en que nos
habían criado.

Los hombres todavía exigían lo que no estaba dispuestos a ofrecer, es
decir, que sus novias fueran vírgenes y sus esposas castas. Las parejas
entraron en crisis, casi todas mis amistades se separaron. En Chile no hay
divorcio, lo cual facilita las cosas, porque la gente se separa y se junta sin
trámites burocráticos.

Yo tenía un buen matrimonio y drenaba la mayor parte de mis inquietudes
en mi trabajo. Mientras en la casa actuaba como madre y esposa
abnegada, en la revista y en mi programa de televisión aprovechaba
cualquier excusa para hacer en público lo que no me atrevía a hacer en
privado, por ejemplo, disfrazarme de corista, con plumas de avestruz en el
trasero y una esmeralda de vidrio pegada en el ombligo.

En 1975 mi familia y yo abandonamos Chile, porque no podíamos seguir
viviendo bajo la dictadura del General Pinochet.

El apogeo de la liberación sexual nos sorprendió en Venezuela, un país
cálido, donde la sensualidad se expresa sin subterfugios.
En las playas se ven machos bigotudos con unos bikinis diseñados para
resaltar lo que contienen.

Las mujeres más hermosas del mundo (ganan todos los concursos de
belleza), caminan por la calle buscando guerra, al son de una música
secreta que llevan en las caderas.

En la primera mitad de los 80 no se podía ver ninguna película, excepto las
de Walt Disney, sin que aparecieran por lo menos dos
criaturas copulando. Hasta en los documentales científicos había amebas
o pingüinos que lo hacían.

Fui con mi madre a ver "El Imperio de los Sentidos" y no se inmutó. Mi
padrastro les prestaba sus famosos libros eróticos a los nietos, porque
resultaban de una ingenuidad conmovedora comparados con cualquier
revista que podían comprar en los kioskos.
Había que estudiar mucho para salir airosa de las preguntas de los hijos
(mamá ¿qué es pedofilia?) y fingir naturalidad cuando las criaturas inflaban
condones y los colgaban como globos en las fiestas de cumpleaños.

Ordenando el closet de mi hijo adolescente encontré un libro forrado en
papel marrón y con mi larga experiencia adiviné el contenido antes de
abrirlo.

No me equivoqué, era uno de esos modernos manuales que se cambian
en el colegio por estampas de futbolistas.

Al ver a dos amantes frotándose con mousse de salmón me di cuenta de
todo lo que me había perdido en la vida. ¡Tantos años cocinando y
desconocía los múltiples usos del salmón! ¿En que habíamos estado mi
marido y yo durante todo ese tiempo? Ni siquiera teníamos un espejo en el
techo del dormitorio.

Decidimos ponernos al día, pero después de algunas contorsiones muy
peligrosas -como comprobamos más tarde en las radiografías de
columna- amanecimos echándonos linimento en las articulaciones, en vez
de mousse en el punto G.

Cuando mi hija Paula terminó el colegio entró a estudiar Psicología con
especialización en sexualidad humana. Le advertí que era una
imprudencia, que su vocación no sería bien comprendida, no estábamos
en Suecia.

Pero ella insistió. Paula tenia un novio siciliano cuyos planes eran casarse
por la iglesia y engendrar muchos hijos, una vez que ella aprendiera a
cocinar pasta.

Físicamente mi hija engañaba a cualquiera, parecía una virgen de Murillo,
grácil, dulce, de pelo largo y ojos lánguidos, nadie imaginaría que era
experta en esas cosas.

En medio del Seminario de Sexualidad yo hice un viaje a Holanda y ella
me llamó por teléfono para pedirme que le trajera cierto material de
estudio. Tuve que ir con una lista en la mano a una tienda en Amsterdam y
comprar unos artefactos de goma rosada en forma de plátanos.

Eso no fue lo más bochornoso. Lo peor fue cuando en la aduana de
Caracas me abrieron la maleta y tuve que explicar que no eran para mí,
sino para mi hija.

Paula empezó a circular por todas partes con una maleta de juguetes
pornográficos y el siciliano perdió la paciencia. Su argumento me pareció
razonable: no estaba dispuesto a soportar que su novia anduviera
midiéndole los orgasmos a otras personas.

Mientras duraron los cursos, en casa vimos videos con todas las
combinaciones posibles: mujeres con burros, parapléjicos con
sordomudas, tres chinas y un anciano, etc.

Venían a tomar el té transexuales, lesbianas, necrofílicos, onanistas, y
mientras la virgen de Murillo ofrecía pastelitos, yo aprendía cómo los
cirujanos convierten a un hombre en mujer mediante un trozo de tripa.

La verdad es que pasé años preparándome para cuando nacieran mis
nietos. Compré botas con tacones de estilete, látigos de siete puntas,
muñecas infladas con orificios practicables y bálsamos afrodisiacos,
aprendí de memoria las posiciones sagradas del erotismo hindú y cuando
empezaba a entrenar al perro para fotos artísticas, apareció el Sida y la
liberación sexual se fue al diablo.

En menos de un año todo cambió. Mi hijo Nicolás¡ya se cortó los
mechones verdes que coronaban su cabeza, se quitó sus catorce alfileres
de las orejas y decidió que era más sano vivir en pareja monogámica.
Paula abandonó la sexologí­a, porque parece que ya no era rentable, y en
cambio se propuso hacer una maestrí­a en educación cognoscitiva y
aprender a cocinar pasta con la esperanza de encontrar otro novio.

 

Lo encontró, se casaron y luego vino la muerte y se la llevó, pero esa es
otra historia.

Yo compré ositos de peluche para los futuros nietos, me comí­ la mousse
de salmón y ahora cuido mis flores y mis abejas.

Isabel Allende